De la
furia del Pacífico engendrado, en los cerros de Valparaíso fue
plantado; como gusano, lombriz de tierra fue oxigenándola, haciendo del
páramo la selva fértil del sur; aquella fue la tierra que rasgó con
ternura, y los líquenes y helechos lo bendijeron y lo vieron como
hermano, la lombriz que se hizo roble, alerce y araucaria bajo la
tormenta y el volcán.
Allí, yo, la golondrina del norte llegó,
y buscó un corazón amigo donde pasar el invierno que me perseguía desde
la capital; pero la lluvia austral era cálida y sencilla y vital. Allí,
la lombriz, que era roble, alerce y araucaria, me invitó al trueque.
Allí, el me dio de sus frutos que eran sus creaciones, y yo le di mis
cantos, que eran las mías.
Pero las golondrinas vuelan siempre
largas distancias y, como llevados por un magnetismo inexplicable,
buscan el norte, su norte, sin brújula ni mapa. Sin embargo, con o sin
norte, el nido en el árbol queda; con o sin ramas, los frutos bosques
siembran; con o sin alas, la amistad verdadera siempre queda.
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